Durante sus primeros años de sacerdocio estuvo al servicio de los Obispos de Barbastro, Lérida y Urgel. Estando a su servicio pretendió llevar adelante, con la gente sencilla, con el clero y con comunidades religiosas, la Reforma promovida por el Concilio de Trento. Pronto se dio cuenta de que las costumbres no eran las mejores, había ignorancia, la gente estaba sumida en la miseria, el cristianismo se vivía como rutina y superstición y no pocos sacerdotes llevaban una vida acomodada y carente de entrega verdadera. Quizás sintió en estos tiempos una primera llamada a una vida más radical y a un servicio más decidido; pero las necesidades económicas de su familia y sus ambiciones personales, lo llevaron a buscar, más bien, un alto cargo eclesiástico.
Con el fin de conseguir una buena canonía, partió para Roma, después de haber sacado en Barcelona el título de Doctor en Teología. Llegó a Roma en 1592 creyendo que sería fácil alcanzar la dignidad eclesiástica deseada; pero en la Santa Sede había tal mercado de intrigas, que pasaron muchos años sin que alcanzara Calasanz lo que deseaba. Mientras tanto y con el deseo de ocupar adecuadamente el tiempo, se dedicó a la oración intensa y se inscribió en varias cofradías que tenían como finalidad enseñar la doctrina cristiana y visitar los barrios pobres de Roma.